«Reciban el Espíritu Santo»
Hno. Ricardo Grzona, frp
Dra. María Verónica Talamé, frp
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PRIMERA LECTURA: Hechos de los Apóstoles 2, 1- 11
SALMO RESPONSORIAL: Salmo 104(103),1ab.24ac.29bc-30.31.34
SEGUNDA LECTURA: 1 Corintios 12, 3-13
Invocación al Espíritu Santo:
Ven Espíritu Santo,
Ven a nuestra vida, a nuestros corazones, a nuestras conciencias.
Mueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad
para entender lo que el Padre quiere decirnos a través de su Hijo Jesús, el Cristo.
Que tu Palabra llegue a toda nuestra vida y se haga vida en nosotros.
Amén
TEXTO BÍBLICO: Juan 14, 15-16.23-26
20,19: Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice:
—La paz esté con ustedes.
20,20: Después de decir esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor.
20,21: Jesús repitió:
—La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes.
20,22: Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió:
—Reciban el Espíritu Santo. 20,23: A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos.
BIBLIA DE NUESTRO PUEBLO
1.- LECTURA: ¿Qué dice el texto?
Estudio Bíblico.
No todo termina con el Domingo en que Jesús resucita. Como Iglesia, aquel Domingo de Pascua iniciábamos el así llamado “Tiempo Pascual” y, desde entonces, venimos celebrando el hecho de que Jesús está vivo. En efecto, desde el Domingo de Pascua hasta hoy – el Domingo de Pentecostés – son 50 días compartiendo continuadamente el gozo de la victoria de Jesús sobre la muerte y el pecado. Mientras durante 40 días la Iglesia nos propone preparamos para vivir bien la Pascua, durante los 50 días siguientes, nos invita a celebrarla. Necesitamos más tiempo para creernos y vivir como resucitados que para prepararnos a dicha celebración. Sin embargo, tamaño gozo sólo lo podemos experimentar con la asistencia del Espíritu Santo, cuya esencia misma es ser puro gozo.
La palabra “Pentecostés” quiere decir “el día número 50” o “el quincuagésimo día”. Se trata del nombre de una fiesta judía conocida como “Fiesta de las Semanas”, más exactamente la de las “siete semanas” que prolongaban la celebración de la gran fiesta de la Pascua. Se sumaba así una semana de semanas (7×7), número perfecto que se celebraba al siguiente del día 49. En un principio se trataba de una fiesta campesina: después de recoger las primicias, los campesinos festejaban agradecidos el fruto de la cosecha (Ex 23,16). Pero con el tiempo, se convirtió en fiesta religiosa en la que se celebraba el gran fruto de la Pascua: el don de la Alianza en el Sinaí (Lev 23,18-20; Nm 28,26). En el Pentecostés cristiano, la gracia de la Pascua se convierte en la fiesta de la nueva y definitiva Alianza entre Cristo y cada uno de nosotros, sellada por el poder del Espíritu Santo. Fueron 50 días de alegría y fiesta que hoy, gracias al Espíritu Santo, quieren quedar sellados para siempre. He aquí la causa de nuestra alegría: el amor hecho vida es más fuerte que la muerte; y la Resurrección, el acontecimiento fundante de nuestra fe.
El tiempo Pascual es sobre todo un tiempo de compromiso, nos propone el desafío de vivir plenamente las consecuencias prácticas que tiene en nuestras vidas la Pascua del Señor: morir a lo viejo para vivir como mujeres y hombres nuevos pero, asimismo, dar testimonio con palabras y actos concretos -con nuestro modo de vivir- de que Jesús está verdaderamente vivo. He aquí la dificultad de hacerlo con nuestras propias fuerzas humanas. Porque queremos vivir como resucitados, pero no siempre podemos. Ya Pablo dará testimonio de esta dificultad: “el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom 7,18b-19).
Por eso la fiesta de hoy, no sólo es la culminación del tiempo más fuerte e importante del año para un cristiano, sino el comienzo de una nueva manera de vivir como tales. Quien nos posibilita la victoria sobre el mal y el pecado –que no sólo está fuera sino también dentro de cada uno- es el mismo Espíritu que Jesús “hoy” vuelve a soplar sobre el que quiera recibirlo.
Este texto que la Liturgia nos propone hoy es la primera parte del mismo texto que compartíamos el segundo Domingo Pascual. Por lo que en varios puntos repetiremos algunas ideas señaladas en aquella oportunidad. Sin embargo, para este Domingo, nuestro centro de atención quisiéramos ponerlo en la exhortación -y sus consecuencias prácticas- que hoy nos regala el Resucitado: “Reciban el Espíritu Santo”.
Después de la sepultura de Jesús, el capítulo 20 de Juan, nos relata lo sucedido con María Magdalena, Pedro y el otro discípulo al que Jesús amaba “el primer día de la semana” dentro y fuera del sepulcro (20,1-18). Todos estos versículos tienen como escenario el perímetro del sepulcro y la realidad misteriosa de que la piedra estaba corrida, las vendas en el suelo y el sudario que cubría la cabeza del Maestro estaba enrollado prolijamente en un lugar aparte; pero el Señor, allí, ya no estaba más. Los tres corrían (20,2 y 4), entraban y salían (20,1-12) y ella lloraba sin reconocerlo (20,11-14). Todavía “no habían comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar entre los muertos” (20,9).
Pero inmediatamente la situación cambió. Luego de consolar a María Magdalena (20,16-18), “al atardecer de ese mismo día”, Jesús hace lo propio con el resto de los Discípulos. Aunque externamente las puertas del lugar donde se encontraban los Discípulos “estaban cerradas por temor a los judíos”, lo mismo Jesús irrumpe y “poniéndose en medio de ellos, les dijo: “la paz esté con ustedes”. “Puertas cerradas y temor en clara contraposición a “piedra corrida y paz”. Dos detalles externos grafican las dos realidades internas mucho más profundas. Por un lado unos discípulos atrincherados en una habitación cerrada y a oscuras (para no ser descubiertos por el enemigo) y, por el otro lado, la libertad y paz del que ya nada ni nadie puede detener. He aquí el gráfico de la situación lamentable de los Discípulos frente a la fuerza del Resucitado: las tinieblas y la cerrazón de las dudas de fe ahora se baten en duelo frente al poder y el señorío del Señor que atravesando puertas, venciendo temores y parándose en medio de la comunidad, primero les dona su paz y después su Espíritu.
La paz de Jesús es la paz verdadera, la paz que sólo se encuentra “en Él” y que nadie más que E´puede comunicar (Jn 16,33). Más allá del saludo que significa el término Shalom, Jesús quiere entregar la plenitud, la totalidad de bienes (en el sentido que tiene para el Antiguo Testamento). Es decir, paz significa ausencia de guerras y conflictos, pero sobre todo significa prosperidad, equilibrio, fecundidad, armonía, serenidad… Dar “paz” es dar todo lo bueno que tiene Dios y que quiere dar a los hombres. Por lo tanto, tal como lo afirma Pablo: “Cristo es nuestra paz” (Ef 2,14). En este caso, la expresión “la paz esté con ustedes” bien podríamos interpretarse como “Yo a ustedes”.
Y “mientras les decía esto, les mostró sus manos y su costado”, es decir, aquellos signos que corroboraban que el Resucitado es el mismo que el Crucificado y “los Discípulos se llenaron de alegría”. Ver a Jesús vivo, les cambió el ánimo. Los que estaban encerrados “por temor” ahora “se llenaron de alegría”. Y fue entonces cuando Jesús les hizo un nuevo regalo: los capacitó para la misión. “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Ahora sí están en condiciones de “salir” del lugar donde estaban cerradas las puertas e ir a la misión. Desde esa donación de Sí mismo a cada uno de los allí reunidos, desde esa plenitud de bienes que Jesús les ofrece, los capacitó para compartir con otros la buena noticia de que Crucificado está vivo.
Pero antes de ser enviados a la misión -tal como Jesús había sido enviado por el Padre- faltaba cumplir la gran promesa del envío del Espíritu que más de una vez les había prometido (Jn 14,26; 15,26; 16,7). Ni la paz, ni la prosperidad, ni la armonía, ni la plenitud de bienes… ni nada sería posible si no fuera porque Jesús, en ese mismo día tan intenso y tan lleno de dones (desde la madrugada con la Magdalena hasta el atardecer con sus Discípulos) “sopló sobre ellos” y les dio su “Espíritu Santo”. Sin esta fuerza de lo alto, no se puede nada. Con este soplo, Jesús está comunicando su propia vitalidad: la vitalidad del resucitado. El Espíritu se entiende, entonces, como el don que viene de Jesús Resucitado y que nos va a hacer posible toda acción misionera. Los enviará a consolar al afligido, a anunciar la Buena Nueva, a liberar al oprimido, a sanar enfermos, a dar vida y vida en abundancia… pero antes, los rebalsa del mismo Espíritu que lo acompañó a Él, desde su gestación hasta su vida de Resucitado.
Este saludo de paz unido a este soplo tan especial del Espíritu son una invitación, pues, a recibir el “Pentecostés” que viene a ser como una especie de trasplante de la vitalidad, del amor, de la iniciativa de bien, de la fuerza misionera del Resucitado como asimismo de su capacidad de perdonar: “los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. Todo esto significa -en este texto- “recibir la paz y el Espíritu”. Sin embargo, no son las únicas consecuencias de aquella efusión.
Para un cristiano, sobre todo a la luz de los textos paulinos, “recibir el Espíritu”, le trae muchos otros beneficios más. Estos son los que en modo escueto, nos parece pertinente exponer ahora. Aparte de las implicaciones apenas escuchadas en Juan 20,19-23 como de algunos textos joánicos pertenecientes al Discurso de Despedida (incluso orados en este tiempo pascual) que aseguraban alguna función del Paráclito como estar siempre con nosotros (Jn 14,16), enseñarnos y recordarnos todo lo dicho por Jesús (14,26), dar testimonio de Jesús (15,26), probar al mundo donde está el pecado, donde está la justicia y cuál es el juicio (16,8), introducirnos en toda la verdad, decir lo que ha oído y anunciar lo que irá sucediendo (16,13-14), el Espíritu Santo también:
- Nos llena del amor de Dios: “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
- Nos vivifica. El Espíritu Santo, a diferencia de las apetencias de la carne e incluso de la Ley, es quien puede dar vida verdadera: “el que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna” (Gal 6,8) o “la letra (de la Ley) mata mas el Espíritu da vida” (2Cor 3,6). Ahora bien, como la vida es un proceso, que tiene su iniciación y luego va recibiendo las primicias del Espíritu (Rom 8,23; 2Cor 1,22), no se llega a la madurez sino cuando “se vive y se camina en el Espíritu” (1Cor 6,17).
- Nos hace Templos de la presencia de Dios. El cristiano, al ser Templo donde habita el Espíritu o Morada donde lo “inhabita” (cfr. Rom 8,9.11; 1Cor 3,16; 6,19; Ef 2,22; 2Tim 1,14), termina siendo uno con Él: “el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él” (1Cor 6,17).
- Nos “deifica”. Nuestra divinización consiste en la unión con Cristo y, por Él, con el Padre. Esta es la obra de la “inhabitación” del Espíritu Santo en nosotros. De modo que la “deificación” es la consecuencia de la morada del Espíritu Santo en el cristiano, como después de toda su carrera testimoniará Pablo: “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
- Nos hace volver a nacer de Dios. En el diálogo con Nicodemo, Jesús le reveló que sin el Espíritu que se da sin medida (Jn 3,34) y nos hace nacer de nuevo o de lo alto, es decir, de Dios, es imposible entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5-6).
- Nos hace hijos y herederos de Dios. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios, pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: «¡Abba, Padre!» El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Rom 8,14-16). “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,6-7)
- Nos salva. “Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo” (Tito 3,4-5)
- Nos unge. El Espíritu nos unge en el Bautismo y en la Confirmación y su unción permanece en nosotros para siempre: “en cuanto a ustedes, están ungidos por el Santo… y la unción que de Él han recibido permanece en ustedes” (1Jn 2,20.27).
- Nos lava, nos santifica y nos justifica. El Espíritu Santo es “Espíritu de santidad” (Rom 1,4) por eso a quien lo recibe le comunica la santidad de Jesús, lo consagra en la verdad., lo aparta para Dios. Pero no es un poner aparte sociológicamente, ya que los cristianos continúan en el mundo y aún en la carne con toda la ambigüedad que esto supone, sino que lo pone sobre el fundamento divino de la verdad (Jn 17,15-19). Al recordar el pasado de los miembros de la comunidad de Corinto, Pablo constata que los hombres “en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” han quedado “lavados, santificados y justificados” (1Cor 6,11), lo que indica un paso de la antigua condición pecadora a un estado de pertenencia a la esfera de lo divino. El Espíritu que ha realizado esta obra es el que va “transfigurando” diariamente a los hombres para conformarlos a la imagen gloriosa de Cristo (2Cor 3,18; Rom 8,29).
- Nos enseña a orar. El hombre espiritual ora; pero es el Espíritu quien ayuda nuestra flaqueza y nos enseña a orar cada vez mejor (cfr. Rom 8,23-26; Ef 6,18). El hecho de que solamente el Espíritu escrute las profundidades de Dios (1Cor 2,10), nos explica por qué sólo el Espíritu puede ayudarnos a “hablarle a Dios” que no es igual que hablar con los hombres. En el Espíritu Santo se da culto y se adora a Dios como es debido: “Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre también busca tales adoradores. Dios es Espíritu, y los que lo adoran es necesario que lo adoren en espíritu y en verdad” (Jn 4,23-24). Asimismo FiI 3,3 habla de “dar culto en el Espíritu”. La novedad de la oración cristiana suscitada por el Espíritu Santo está en el hecho de que Cristo nos comunica su misma oración. Cristo, al comunicarnos su Espíritu, se nos da Él mismo, nos incorpora a Él como a su Cuerpo, ora con nosotros y nosotros con Él, introduciéndonos así en el misterio de su relación personal, íntima y filial con el Padre. El Espíritu es quien articula en nosotros la palabra: ¡Abba Padre! para poder poner en práctica la invitación de Jesús de que, cuando vayamos a orar, digamos: “Padre Nuestro” (Mt 6,9; Lc 11,2). Por su parte Pablo nos exhorta a vivir “siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu” (Ef 6,18). También en la Carta de Judas leemos la exhortación “a orar en el Espíritu Santo” (v.20).
- Nos hace verdaderamente libres. El Espíritu trae al cristiano la verdadera liberación: “donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2Cor 3,17). “Ustedes, hermanos, fueron llamados a la libertad… Si se dejan guiar por el Espíritu, no están ya bajo la ley” (Gal 5,13-18). “Porque ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad. Solamente que esta libertad no dé pretexto a la carne; sino al contrario, por medio del amor pónganse los unos al servicio de los otros. Pues toda la ley queda cumplida con este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5, 13-14). Como dice San Agustín, el cristiano, a quien el Espíritu ha infundido el amor de Dios, realiza espontáneamente una ley que se resume en el amor: “no está bajo la Ley, pero no está sin Ley” (In Ioan. Ev. III, 2). “Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, dador de la vida en Cristo Jesús, nos liberó de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8,1-2). El Espíritu es tan interior a nosotros que Él es nuestra misma espontaneidad. Así el Espíritu nos hace libres en la verdad. Santiago puede llamar a esta ley del cristiano: “ley perfecta de libertad” (Sant 1,5; 2,12). Es la libertad, hecha capacidad de servicio a los demás, como la vive Pablo: “¿No soy libre? Siendo libre respecto de todos, me hice esclavo de todos para ganar al mayor número posible” (1Cor 9,1.19).
- Nos regala dones y carismas. Sólo el Espíritu Santo puede transmitir a la persona ciertas disposiciones que la perfeccionan, conocidas como sus “dones”. Ellos son “inventos” de Dios que remedian nuestra incapacidad para llegar a la santidad a la que estamos llamados y seguir dignamente la propia vocación. Los dones nos disponen a recibir de manera casi connatural la vida de Dios. Para Pablo, el Don de Dios se diversifica en pluralidad de dones, centrados en el amor: paz y gozo (Rom 14,17); esperanza y fuerza en el Espíritu (Rom 15,12-19); caridad (Rom 15,30), dilección (Col 1,18); sabiduría y revelación (Ef 1,17 y 3,3); edificación del hombre interior (Ef 3,16); renovación en el Espíritu (Ef 4,23); fortaleza, caridad y templanza (2Tim 1,7). Unidad de múltiples dones (cfr. Ef 4,4, y Flp 1,27), porque somos partícipes de un único Espíritu (Heb 2,4 y 6,4). Además, el Apóstol enumera una multiplicidad de carismas y de ministerios que el Espíritu otorga a la Iglesia. Las famosas listas de carismas para edificar la comunidad, aparecen en Rom 12,6-8; 1Cor 12,4-11 y Ef 4,11: apostolado, profecía, gobierno, palabra de sabiduría, de ciencia, de fe, curaciones, operación de milagros, lenguas, oración, etc. (cfr. también Hch 20,28; 23,28; 2Cor 3,8 y 1Tim 4,14). “Hay unidad porque todos los dones y carismas están centrados en el amor: en ese sólo Espíritu del Padre y del Hijo”. Con el tiempo, la tradición fue delimitando el número de los “dones del Espíritu Santo” a los clásicos siete mencionados en Is 11,2-4: don de sabiduría: juzgar de Dios y saborear de las cosas divinas por sus últimas causas; don de entendimiento: capacita a la inteligencia para penetrar las verdades reveladas; don de consejo: permite juzgar adecuadamente en los casos concretos para discernir lo mejor en cada momento (en orden a la salvación); don de piedad: suscita un afecto filial hacia Dios para considerarlo como Padre y, por tanto, también mueve a la fraternidad con los demás hombres; don de fortaleza: robustece al alma para que practique con heroicidad las virtudes; don de ciencia: permite que la inteligencia juzgue rectamente de todo para que quien lo recibe pueda salvarse; don de temor de Dios: da docilidad para seguir lo que la persona descubre como querer de Dios.
- Nos regala frutos. Los frutos son producto de los dones del Espíritu. La cercanía del Espíritu Santo induce en la persona una serie de hábitos beneficiosos que se conocen como “frutos del Espíritu”. Los frutos son actos virtuosos y se distinguen por la alegría que causan en quien los realiza (Cat.I.C. 390). En la Carta a los Gálatas, después de enumerar las obras de la carne, Pablo dice “pero el fruto del Espíritu es caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad” (Gal 5,22-23). Sin embargo, notemos que emplea intencionalmente el singular, reduce a uno esos frutos espirituales, porque, en realidad, uno sólo es el don y el fruto: el mismo Espíritu Santo en nosotros.
Como conclusión, en este día tan festivo, bien podríamos quedarnos con las palabras de san Gregorio de Nizan uno de los Padres que más han hablado de la “divinización” del cristiano: “El Espíritu Santo, dedo de Dios, fuego, lo conoce y lo enseña todo, sopla donde quiere y cuando quiere: guía, habla, envía, separa, es revelador y comunicador de vida, porque Él mismo es vida y luz; construye el Templo de Dios, deifica, perfecciona, de modo que antes del bautismo es invocado y luego es requerido, porque todo lo lleva a cumplimiento, distribuye los dones, crea a los apóstoles, profetas, evangelistas, doctores y forma el cuerpo íntegro y verdaderamente digno de nuestra cabeza, Cristo” (Gregorio Nacianzeno, Oraciones 5, 29-30; 32,10-11).
Reconstruimos el texto:
- ¿Qué pasaba al atardecer de aquel día, el primero de la semana?
- ¿Qué hizo Jesús?
- Después de decir esto, ¿Qué hizo Jesús?
- ¿Qué repitió Jesús?
- Al decirles esto, ¿Qué hizo?
- ¿Qué más añadió?
2.- MEDITACIÓN: ¿Qué me o nos dice Dios en el texto?
Hagámonos unas preguntas para profundizar más en esta Palabra de Salvación:
- ¿Sientes la necesidad de recibir la paz del Resucitado? ¿Cómo se lo manifiestas?
- ¿Crees en el soplo del Resucitado que dona su Espíritu Santo para enviar a la misión y capacitar al perdón? ¿A quién te invita hoy el Señor a perdonar?
- Y de los demás beneficios apenas detallados ¿cuál o cuáles quisieras pedir hoy?
3.- ORACIÓN: ¿Qué le digo o decimos a Dios?
Orar, es responderle al Señor que nos habla primero. Estamos queriendo escuchar su Palabra Salvadora. Esta Palabra es muy distinta a lo que el mundo nos ofrece y es el momento de decirle algo al Señor.
“Ven Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, Padre de los Pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz. Consolador lleno de bondad, dulce huésped del alma, suave alivio de los hombres. Tú eres descanso en el trabajo, templanza de las pasiones, alegría en nuestro llanto. Penetra con tu santa luz en lo más íntimo del corazón de tus fieles. Sin tu ayuda divina, no hay nada en el hombre, nada que sea inocente. Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, sana nuestras heridas. Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos. Concede a tus fieles, que confían en Ti tus siete dones sagrados. Premia nuestra virtud, salva nuestras almas, dales la eterna alegría”.
Hacemos un momento de silencio y reflexión para responder al Señor. Hoy damos gracias por su resurrección y porque nos llena de alegría. Añadimos nuestras intenciones de oración.
Amén
4.- CONTEMPLACIÓN: ¿Cómo interiorizo o interiorizamos la Palabra de Dios?
Para el momento de la contemplación podemos repetir varias veces este versículo del Evangelio para que vaya entrando a nuestra vida, a nuestro corazón.
«Reciban el Espíritu Santo»
(Versículo 22)
Y así, vamos pidiéndole al Señor ser testigos de la resurrección para que otros crean.
5.- ACCIÓN: ¿A qué me o nos comprometemos con Dios?
Debe haber un cambio notable en mi vida. Si no cambio, entonces, pues no soy un verdadero cristiano.
Si estoy solo o en grupo, Recibir el Espíritu Santo implica perdonar. Pensemos en alguna persona que nos ha ofendido y pidamos al Señor la gracia de perdonarla. Recemos un Padre Nuestro, un Ave María y un Gloria por sus necesidades e intenciones.